jueves, 11 de septiembre de 2008

La señorita está congestionada. Afuera Berlín regala un día de soleado veranito. La señorita tiene mucho que hacer. Puede, por ejemplo, ir a la Biblioteca. Puede terminar de corregir un artículo que tiene que mandar. Puede pasar ciertas notas de campo. Puede leer un par de papers que tiene -visibles- en el escritorio. Puede empezar, continuar y terminar un par de libros. Pero no. ¿Qué hace la señorita? La señorita agarra y se va a Ku´damm. A la calle de las tiendas. Entra en la primera y ya es el acabóse. Ve un tapadito divino, amarronado, de corte divino, que le queda pintado. El tapadito, por supuesto, no está en oferta. La señorita lo mira y se resiste. Es bastante plata. Corrige: no es bastante plata para un tapadito, aun con las conversiones pertinentes resulta barato. Pero sigue siendo un número importante. La señorita duda. Aquí entre nos, la señorita no duda: trata de convencerse. Para qué quiere ella un tapadito, si ya tiene uno, se dice. Y después es un peso más en la valija de regreso, se dice también. Pero el tapadito le queda realmente divino. Y entonces, por suerte, la voz de su madre le habla en su cabeza (los expertos le llaman a eso socialización). Le dice: es buen corte, es clásico, te va a quedar para siempre, ya no tenés quince años, este tapado te sirve para toda la vida. Lo mismo, lo mismo que le dijo cuando no se decidía a comprarse el piloto gris hermoso de Ayres. Con las madres es inutil discutir, la señorita ya lo sabe. Así que, obediente, va y se compra el tapadito. Claro, también va y compra un pantaloncito para su sobrino (a eso los expertos le llaman lavar culpas). La señorita está completamente descarriada. Eso sí: el tapadito le queda divino. Doy fe.

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