miércoles, 17 de septiembre de 2008

En mi compleja relación con las urbes de mundo, hay ciudades que amo porque me encantan. Como Roma. O ciudades que amo porque, aunque no me encanten, fueron parte mía. Como Venecia. Hay ciudades que odio: Palma y Barcelona. Hay ciudades que me resultan feas. Como París o como Rio o como Mar del Plata. Con Berlín es otra cosa. Amo Berlín tanto como la odio. Eso, a esta altura, ya está claro.
La amo cuando se disfraza de restaurante griego, con dueño llamado Aristóteles. Cuando te regala las aceitunas más grandes y verdes y sabrosas (y no me gustan las aceitunas). Cuando te hace sentir a mitad de camino entre la mitología y el vampirismo, probando un tinto de Nemea que se conoce como "la sangre de Hércules". Cuando hace aparecer a Kyriakos, que te explica cómo se dice "yo soy" en griego antiguo y en griego moderno. Cuando te convida con ouzo y tsipouro y uno entiende por qué hace tanto que le gusta el anís. Cuando Berlín te convida con Grecia es fácil amarla.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Será de Dios,... o tal vez sea por eso de la globalización. En fin, como sea. Pero termino de leer su post y me dieron unas irrefrenables ganas de mandarme unas aceitunas. Pasa que resulta que tengo unas aceitunas catamarqueñas en casa, que están que son un re-chupete. Ah, y dejate de hacer la cosmopolita de aceitunas griegas en Berlín, que las Nacionales Y Populares de AguanteArgentina, son una masa.

marthita dijo...

claro, claro, tiene usté razón, las aceitunas griegas de algo adolecen: no son peronistas...

Anónimo dijo...

Yo no sería tan pesimista en cuanto a los alcances nacionales del peronismo...