lunes, 30 de junio de 2008



Quién diría que en esta ciudad, a tantos kilómetros de distancia, uno pudiera sentirse tan argentino. Pero así pasa. Por ejemplo, cuando se ven metros de bicicletas meramente apoyadas en un árbol o en una vereda. Cuidadosamente atadas, eso sí, entre la rueda y el caño. Firmemente convencidas, todas ellas tan juntitas, en hileras, de que una bicicleta sólo puede afanarse en marcha. O cuando se camina por la vereda y, de los canastos exhibidores de toda tienda de menudeo, nos salen al paso las mil y una boludeces tentadoramente expuestas. Cremas niveas para piel seca. Paletas de matar moscas con formas de sapos. Expuestas por exhibidas y por vulnerables. Allí solas, ellas y sus almas, ni siquiera concibiendo la peregrina idea de que la mano que las tome no se dirija a la caja de pagos. Pero si hay una instancia donde el ser nacional se revela, esa es el transporte público. Jodido, ahí, no ser argentino. Porque no hay molinetes ni patovas que interrumpan el paso. Uno llega hasta el andén y el resto es convencimiento. Puede creer en las instituciones y en el sentir público. Y entonces comprar el tiquet, validarlo y esperar a tener la remota suerte de que el chancho alemán te lo pida. O puede sentir en sus entrañas el llamado telúrico y dejarse fascinar por la facilidad de la avivada. Uno no sabe si envidiarles a estos alemanes la honradez o compadecerles la falta de malicia.

domingo, 29 de junio de 2008


De cómo ver una final de Alemania en el ambiente cool de Berlin. Primero, se instala uno en el cruce de Kreuzberg y Neukölln, barrios llenos de barcitos y estudiantes. Y turcos, claro está. Luego se sienta uno en un puesto susodicho -esto es, turco- al aire libre, engalanado para la ocasión con banderitas, luces y dos televisores (al menos uno de plasma). Uno come. Las opciones no son variadas: ensaladas, pollo, papas fritas y una especie de hamburguesa hecha con una carne sospechosamente blanca. Y uno bebe. Acá las opciones son más amplias, pero parece que la gente cool sólo bebe Beck y Bionade. Luego uno se sienta en su sillita de madera, formando hileras frente a los televisores. Uno sigue las jugadas, pero también conversa con el amigo y, ya lo dijimos, come y bebe. Y se levanta infinitas veces a seguir buscando de comer y de beber. Uno en realidad son ellos, que siguen las jugadas en algo que al observador primerizo podría parecerle impasibilidad. Ellos, entonces, gritan "ja, ja, ja" cuando el ataque alemán promete algo, y aplauden cuando esa promesa queda en nada. Se ríen cada vez que Angela aparece en la tribuna haciendo extraños gestos con las manos y se ríen también cuando un suplente español se levanta en demasía sus shorcitos y deja ver sus calzones blancos. Ellos, mientras los minutos pasan y España gana, se recuestan en sus sillas, siguen comiendo, siguen bebiendo, y parecen experimentar algo parecido al "pucha, che, qué lástima". Y uno, que no es alemán ni español, termina el segundo tiempo acuclillado en la silla, mordiéndose las uñas, puteando en criollo ante los remates en el travesaño y pidiendo la hora, referí. Luego termina el partido y España gana. Ellos aplauden. Los turcos que atienden el puestito canturrean "Turquía, Turquía". Ellos ríen. Uno se queda con las ganas de saber cómo, esta gente cool de Kreuzkölln, hubiera festejado un gol.






30. CSD Berlín. Todo tiempo pasado fue mejor, dicen. Esta vez no me queda otra que coincidir. Ésta, con la fiesta del 2005, ni se compara (sí, soy una chica cool, visito Berlín cada tres años). No había mariposas, ni lentejuelas, ni marineros, ni princesas asiáticas. No había tanto estereotipo. No había culos, ni tetas, ni celulitis. Tampoco había tanta gente. Creo que los puestos de comida nos sobrepasaban ampliamente. Un poco de cuero, algún que otro chico de tacos altos. Había, eso sí, un trío de -intuyo- indiecitos (suponiendo que los taparrabos fueran, para este trío, índices de indigenismo). Había mucho extranjero en plan de visita al zoológico (temo que me incluyo). Y había, como siempre, el Sr. Nivea. Que regalaba coquetas bolsitas con "cosas de hombres" (männersache). Mononos frasquitos con bálsamos, lociones, desodorantes y otras yerbas. Männersache. Curioso (o tal vez no tanto) comprobar que la visibilidad, en cuanto a gay parade se refiere, parece ser patrimonio de los hombres. En fin. Caminé entre la gente, ví una suelta de globos contra el cielo de la Siegesäule, comí mi primer Bratwurst y, al pasar por el camión de la música disco, me desconocí y me salieron de no sé dónde unos espasmos al ritmo del tun-tun-tun-tun. Luego me compuse, caminé hasta Potsdamer Platz y estrené mi EC comprando un vestidito violeta en H&M. Para seguir con el consumismo cultural, obvio.

viernes, 27 de junio de 2008

Existe una extraña conjunción comunicativa en Berlín.

La gente, por ejemplo, hace gala de una parca amabilidad. Corrijo: con el término “amabilidad” tal vez esté siendo exagerada. Tal vez sería mejor aludir a “corrección”. Uno pregunta, la gente contesta. No se debe esperar más que eso. Generalizo, cierto, pero sospecho que confirmaré esta afirmación cuando llegue el momento de la cuenta regresiva. Hablo sobre todo del funcionario o del hombre de servicios. El señor que se encarga de vender las tarjetas para el U-Bahn, por ejemplo. Entro. Sonrío, en anticipado pedido de disculpas por mi alemán. Pronuncio, lo mejor que puedo: “4-Fahrten-Karte, bitte”. El señor se limita a poner los tiquets sobre el mostrador y a anunciarme el precio de la compra. Le pongo la plata en el platito correspondiente*. Me deja el vuelto en el mismo lugar. Una interacción monologada.

Las máquinas, por el contrario, son altamente parlanchinas. El subte te habla todo el tiempo. Uno llega al andén y en cada uno hay un cartel que anuncia la dirección del vagón y los minutos que faltan para que arribe. Los relojes -hasta ahora- jamás se han equivocado. Llega el subte. Te dice: “einsteigen, bitte” (subir). Pasan unos segundos. Vuelve a hablar: “zurück bleiben, bitte” (permanecer donde está). Arranca. Al rato: “nächste Station: Hermannplatz” (próxima estación: Hermannplatz). Y añade: “aussteigen: links” (descenso: izquierda). Y así todo el recorrido. Uno se siente infinitamente acompañado. Y no solamente el subte se comunica. También lo hacen los ascensores. “Erdgeschoss”, “fünfte etage”, “keller”, usw. Menos mal que ellos te hablan, porque la gente, cuando se transporta en ellos, enmudece. En los ascensores no se habla. Creo que hasta se contiene la respiración y se llega a destino sofocado. Aun no descubro si la gente no habla para no tapar la bella voz ascensoril o si la bella voz ascensoril viene a suplir la falta de voz humana. Qué misterio.




*Porque nadie parece dar ni recibir plata en mano. Siempre hay unos platitos o bandejitas para depositar el dinero. Aun no descubro qué horrible falta de educación se esconde en tal intercambio.