lunes, 30 de junio de 2008



Quién diría que en esta ciudad, a tantos kilómetros de distancia, uno pudiera sentirse tan argentino. Pero así pasa. Por ejemplo, cuando se ven metros de bicicletas meramente apoyadas en un árbol o en una vereda. Cuidadosamente atadas, eso sí, entre la rueda y el caño. Firmemente convencidas, todas ellas tan juntitas, en hileras, de que una bicicleta sólo puede afanarse en marcha. O cuando se camina por la vereda y, de los canastos exhibidores de toda tienda de menudeo, nos salen al paso las mil y una boludeces tentadoramente expuestas. Cremas niveas para piel seca. Paletas de matar moscas con formas de sapos. Expuestas por exhibidas y por vulnerables. Allí solas, ellas y sus almas, ni siquiera concibiendo la peregrina idea de que la mano que las tome no se dirija a la caja de pagos. Pero si hay una instancia donde el ser nacional se revela, esa es el transporte público. Jodido, ahí, no ser argentino. Porque no hay molinetes ni patovas que interrumpan el paso. Uno llega hasta el andén y el resto es convencimiento. Puede creer en las instituciones y en el sentir público. Y entonces comprar el tiquet, validarlo y esperar a tener la remota suerte de que el chancho alemán te lo pida. O puede sentir en sus entrañas el llamado telúrico y dejarse fascinar por la facilidad de la avivada. Uno no sabe si envidiarles a estos alemanes la honradez o compadecerles la falta de malicia.

3 comentarios:

recabarren dijo...

Mmmmmmmm....no sé si a los alemanes les falta malicia o es más bien que no se la gastan en pavadas como colarse en el subte y se las guardan para cosas más grandes.
Habría que cruzar hasta el otro lado del Oder a ver qué opinan.

marthita dijo...

recabarren, no será que la malicia es para cosas nimias, y para las cosas grandes está la maldad?

recabarren dijo...

Bueno, no es más que una diferencia de escala.