sábado, 13 de diciembre de 2008


Último día en Berlín. El día es una carrera de postas. Limpiar la casa. Sacar las valijas. Mandarle a mi hermana una caja con el velador verde y el banquito ídem. No olvidar las antiparras naranjas. Mandarle a Helga el cuestionario del DAAD. Despedirme de P. Tomar mate con A. & A. Imprimir un par de fotos en DM. Poner en la billetera plata argentina. Poner en la cartera las llaves de mi casa en Buenos Aires. Irme. Antes, entre una cosa y otra, saldar deudas pendientes. Al menos una. Tomarme el último milchkaffee en el cafecito de Grunewald Strasse por el que siempre pasaba, prometiéndome -alguna vez- entrar. Entro. Es el cafecito más lindo. Es italiano. Con la chica que lo atiende dejamos de lado el alemán. Las tazas no pueden ser más hermosas. Me como una luna di mandorle que no esperaba encontrar ahí. Me pregunto por qué esperé tanto tiempo para descubrir este lugar. Me pregunto por qué uno siempre descubre, el último día, cosas maravillosas. Me contesto que debe ser que son maravillosas porque ya son inaccesibles. Ya no volveré a tomar milchkaffee en ese local. Me digo que está bien que Berlín me despida de esta manera. En una pared, una frase de Totò dice algo sobre el hambre, el comer y el estar en ayunas. Una frase memorable que no logro recordar. Está bien irse de Berlín con una incógnita.

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