jueves, 11 de diciembre de 2008

Leía el otro día, en un diario argentino, una nota sobre "monumentos invisibles" acá en Alemania. Uno está (¿estaba?) en Hamburg. Es -o era- un pilar de 12m, revestido con una lámina de plomo. En la lámina, la gente había tallado frases contra la guerra (y sus formas). El pilar tenía un mecanismo: se enterraba poco a poco: dos metros por año. Según entendí, el pilar ya no existe.

Otro de los monumentos está en Sarrebruck. O eso dicen: en una calle principal, se extrajeron del empedrado 2146 piedras y se grabó, en cada una, el nombre de uno de los tantos cementerios que había, antes de 1939, en Alemania. Luego se volvieron a su lugar. Pero boca abajo. El monumento, entonces, no se ve.

La apuesta el alta: que la memoria no esté en la cosa, sino en su relato. La memoria hay que decirla. Imposible no pensar en Berlín, ese monumento a cielo abierto. Empedrados diferenciales, placas, fotos, muros (coloridos o asépticos), cubos de cemento, explicaciones, carteles. La cosa está ahí, tan ahí, tan contundente, que la mirada se desliza y banaliza lo que ve. Me llevo de Berlín, en estos meses, la sensación de que el Muro es más presente allí donde ya no está. Pero donde todavía se ve.

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