martes, 7 de octubre de 2008

Uno hereda lugares. Y las cosas que vienen con ellos. Son como regalos. Alguien te regala, de la ciudad, su manera de vivirla. Sitios que pasan a ser tuyos. Sitios en que, aun siendo tuyos, siguen estando ellos. De A. heredé el café más lindo de Berlín, con sillones y desayunos con nombres de cuentos. Heredé el calor de la U7, Rudow-Rathaus Spandau. Heredé un restaurant indio y un bar con las mejores hamburguesas. Heredé Neukölln y la fascinación de comprar cositas chiquitas en Rossmann. J. me regaló las calles del este, por la noche, y las estaciones de metro, vistas desde afuera. Kreuzberg lo heredé de P. Heredé de él, también, Görlitzer Bahnhof: sus bares, su calle, su parque, sus andenes. Heredé una ruta que va de Hackesher Markt a Unter den Linden. Heredé un restaurancito ruso y una sopa de zapallo. E. me regaló Schöneberg. Un lugar para comer comida vietnamita; otro lugar para comer comida griega. Me regaló historias del muro y una nueva (y mejor) forma de mirar Berlín. Uno hereda lugares. Después los acomoda. En mi mapa de Berlín, Kottbusser Tor está en el centro de todo, las puertas mugrosas de Karstadt están la lado de la torre de televisión y Cookies está en la esquina del Café Marx. Los mapas no dirían lo mismo. Pero todo mapa es emotivo, y uno ordena el suyo como quiere. ¿Será que cuando uno ordena su mapa, empieza a despedirse?

No hay comentarios: